jueves, 17 de abril de 2008

Declaración

Yo jamás hubiera imaginado una cosa así, se lo juro. Pero hay situaciones que a uno le superan. Le he de confesar que yo no era de esos amantes detallistas, que nunca regalé flores, ni bombones, ni cosas por el estilo. Sólo en nuestro primer aniversario le compré un buen libro que a ella le hizo mucha ilusión. Sí, sí, reconozco que al verla tan feliz en aquella ocasión hubiera tenido que cuidar más esos detalles, pero no va conmigo, ¿sabe usted? Por lo demás las cosas iban bien, o por lo menos eso creía yo. Llevábamos una vida de lo más común, algunos dirían que aburrida, pero era la que ambos habíamos elegido: nos encantaba estar en casa y apenas salíamos con amigos. Pero eso no significa que estuviéramos encerrados todo el día, no se crea usted. Si algo nos agradaba era pasear, largos y deliciosos paseos por los jardines de La Alameda o en el parque de la Esgueva. Podíamos andar horas y horas sin reparar en el tiempo. Tan sólo el anochecer anunciaba retirada, aunque a veces en verano nos refugiábamos en una pequeña taberna del Barrio Alto para cenar y después continuábamos caminando hasta las dos o las tres de la madrugada. Todo aquello era hermoso. Sencillo, eso sí, pero hermoso.
Sin embargo ahora aquellos recuerdos no suponen para mí más que dolor, porque ya sólo me queda esta soledad que todo lo inunda, que me ahoga. A veces me siento al borde de la cama, cuando todas las luces se han apagado, y me vienen esos recuerdos de tiempos mejores, como aquel precioso día de nuestro último invierno, de nieve y niños jugando a tirarse bolas, en el que recorrimos el parque abrazados susurrándonos al oído lo mucho que nos queríamos. Fíjese, quién me iba a decir que unas semanas más tarde aquellas promesas eternas se desvanecerían.
Pero dirá usted que todo esto le resulta aburrido, pesado, que no le ayuda nada para comprender mi caso. Verá: ella jamás se maquillaba; por otro lado no lo necesitaba. Pero un día, al regresar del trabajo, la noté algo distinto, con su belleza alborotada de rímel y carmín. Yo le pregunté, no se crea, pero esquivó mi interrogatorio entre despreocupada e incómoda. Reconozco que me descubrí molesto. Era la primera vez que sentía que me estaba ocultando algo y por eso insistí. Pero ella me negó una explicación que me tranquilizara. Es más, zanjó la cuestión dándome un beso en la mejilla y susurrándome que era un tonto, que no tenía porqué preocuparme. Eso me dolió aún más. ¿Preocuparme? ¿Por qué tenía que estar preocupado?
Aquella maldita noche, con el destino apostado en nuestra contra, comenzó la cuesta abajo, la frenética pérdida de una vida maravillosa. A veces pienso que no tengo porqué quejarme, que igual que vino se fue. A la vida no hay que pedirla explicaciones, ¿no cree?, aunque siempre pensamos que ha sido injusta. Yo por lo menos estoy seguro de que conmigo lo ha sido. Pero no pienso protestar ahora, es demasiado tarde para lamentaciones.
Nos fuimos a la cama y se durmió enseguida. Pero yo no. La sangre me hervía. Al cabo de un rato, cuando comprobé que estaba profundamente dormida, encendí la lamparilla y me la quedé mirando. Allí estaba, medio desnuda, como una diosa del Olimpo suspendida entre nubes blancas. El sonido de su respiración, a mi costado, me golpeaba aquí adentro, como patadas acompasadas a los latidos de su corazón. ¿Qué derecho tenía para dormir tan tranquila mientras yo estaba sufriendo por su culpa? Me sentía un estúpido. Después de un buen rato apagué la luz, decidido a conciliar el sueño, esperanzado en que por la mañana las cosas fueran como antes. Aun con la oscuridad tardé una enormidad en dormirme. Sólo el agotamiento venció a mi angustia, mientras en la cabeza seguía repitiéndome: ¿preocuparme?, ¿por qué tengo que estar preocupado?
El nuevo día no resolvió nada. Al abrir los ojos me encontraba sólo en la cama. Las arrugas de la sábana en el otro extremo denunciaban su ausencia. Salí disparado hacia la cocina, pero a mitad del pasillo noté su presencia en el baño. Acababa de salir de la ducha, espléndida, con su soberbia cabellera roja resplandeciendo en su palidez. Era el Nacimiento de Venus, la mismísima musa de Botticelli. Me regaló una breve sonrisa, la última, mientras yo, como un imbécil, devolvía el tesoro con una mirada furiosa.
Así transcurrieron varios días, entre conversaciones triviales, casi siempre distantes, y miradas furtivas, robadas al orgullo, el mismo sentimiento que nos impide reconocernos desarmados ante la vida, que disfraza nuestra incapacidad innata. No, la verdad es que ella no se volvió a maquillar. Y sin embargo había algo que me incomodaba, un no sé qué que azuzaba el escozor de mis entrañas. Percibía aquella extraña sensación por todos los rincones de la casa. Era algo sensitivo, absolutamente real, que me mortificaba sin piedad. Quizá esa mirada triste que atrapé una noche a la hora de la cena, o el tacto inusualmente frío de su cuerpo por la noche, acaso el tono débil y desvaído de su voz, siempre tan musical y entonces vacía de armonía. Así, créame, pasé días y días, devanándome la mente, escarbando en su figura, en sus movimientos, en sus palabras, en sus ojos, aquello que me diese alguna pista.
No lo descubrí hasta bastante más tarde. Fue un sábado de paseo, pero no de los de antes, sino de los de aquellos atormentados tiempos, caminando sin caricias, sin frases al oído, sin nada... Ella tropezó y me apresuré a frenar su caída. Fue un abrazo fugaz pero suficiente. Respondió con un suave “gracias” en tanto que yo descubría la diferencia: su olor. Era perfume, sin lugar a dudas, pero tan delicado, tan frágil, que si no llega a cruzarse aquella raíz sobresaliente del camino jamás hubiera reparado en él. Había llegado el momento de afrontar la cruda realidad. “Tú me engañas, ¿verdad?”, la pregunté humillado sin despegar la vista del suelo. Ella me miró espantada, como si hubiera descubierto en mí un ser monstruoso y despreciable. Interrumpió su avance con brusquedad, sumida en la desorientación. “Nunca imaginé que llegaras a dudar de mí. Te he sobrevalorado, en realidad eres un estúpido”. Volvió sobre sus pasos y echó a correr sollozando. Jamás me había sentido peor. Ni siquiera tuve las agallas necesarias para correr tras ella y pedirla perdón. Definitivamente era un gusano. Estaba derrotado por mi propia necedad.
Cuando llegué a casa la encontré tumbada en la cama, con los armarios revueltos y una maleta abierta y desordenada en el suelo. Se levantó de súbito, secándose enérgicamente las lágrimas con el dorso de la mano, mirándome desafiante. La angustia de que me abandonara me volvió loco, me puso fuera de mí, ¿lo entiende? La agarré con fuerza por los brazos. Ella me decía que la estaba haciendo daño, que la soltara. “¿Desde cuándo usas perfume? ¡Contesta!” Y antes de recobrar la cordura una enorme bofetada había estrellado su delicado cuerpo contra el suelo. Me miró con desprecio, tragándose la congoja sin descomponerse. Si usted hubiera visto con qué dignidad se levantó, cómo recobró la elegancia, qué hermosa lucía aun con el carrillo enrojecido. Tras un silencio eterno de algunos segundos, rescató por sorpresa aquella deliciosa voz que tantas veces me había susurrado palabras de amor. Sonaba suave, pausada, como milimetrada por un diapasón: “No cabe duda, estás loco... Todo lo hice por ti. Temía que tarde o temprano, una mañana cualquiera, descubrieras en mí la primera arruga. Me horrorizó la idea de que algún día buscases en otra la juventud que yo no tenía. Por eso pensé en el perfume, segura de que te gustaría, creyendo como una idiota que así remediaría males mayores. Pero me he equivocado. Y tú también”. Suspiró profundamente al tiempo que yo me derrumbaba desahuciado. Ni valor tuve para suplicarla clemencia. Sabía que era demasiado tarde. Media hora después desapareció doblando la esquina de la acera de enfrente mientras desde la ventana yo lloraba mi amargura. Todavía llevo grabado, como una condena, su perfume en la palma de mi mano. Enciérreme de por vida, señor juez, se lo ruego. Pero no por suicida, sino por imbécil.

La imagen se titula 'Escena callejera' (hacia 1937), de Mark Rothko. National Gallery of Art, Washington.

3 comentarios:

Teresa dijo...

Pues este decir tuyo tiene mucho qué decir. Me ha sorprendido muy gratamente.

Según iba leyendo me he imaginado de todo, final trágico cuello en manos (después de la primera torta todo puede suceder), mentiras más arriesgadas (como la película by instance) pero al final... el amor y el desamor nos hace terriblemente estúpidos

En fin no me trago la historia que le ha contado ella.

Y él si tanto la amaba ¿por qué no se lo demostraba, que permitió que ella pensara otra cosa?

¿Por qué el amor es tan villano? Nos hace creer en un espejismo que se agota

Anónimo dijo...

Es diferente. Me tenías acostumbrado a otro tipo de cosas, más cortas. (Con Narciso y su ventana me reí un rato, el resto del tiempo; pensé)

Así que he pensado que debía escribirte un comentario, por saber que te leo, por saber que me gusta. (Aún que esto segundo sólo lo pienso)

Teresa dijo...

HOLAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
¿Hay alguien?

BLOM, ¿Quién ha dejado esta columna en medio?

Voy a escribir un post it y lo pego aquí:

"Señor estop estoy preocupada por la venus pelirroja estop me gustaría saber si se enrolló con cachas hercúleo o le tocó un pleno al quince estop ruego deje una luz encendida para no dejarse los piños en su columna"

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