martes, 29 de abril de 2008

ESE

abeZOOdario
Todo por la infancia.

domingo, 27 de abril de 2008

¿Cuándo aprenderemos?

Es tozuda y se empeña en seguir tropezando en la misma columna. Creo que no hay continuidad en la vieja historia de la Venus pelirroja y su obnubilado esposo. Es un relato al que le han caído los años, aunque tampoco de recién nacido me pareció redondo. Pero no sé por qué, recopilando viejos escritos que iré colgando en este humilde fuste, decidí comenzar con él. Bueno, tampoco puedo decir que fuera su última oportunidad, porque nunca tuvo una primera. En fin, que ahí queda. Y os agradezco a ti, Bipolar, y a Yago los comentarios. Y no quiero hacerlo en la ventana pequeña de los diálogos, sino en el salón principal de una entrada.

Este de hoy tiene los mismos años que la guerra de Irak. Lo redacté cuando me invitaron a participar en unas lecturas públicas en la Biblioteca Municipal Gonzalo de Berceo contra la guerra. Preferí tirar de cosecha propia, aun sabiendo que hay miles de mejores bodegas. Y esto fue lo que parí. Me gusta más, creo que tiene mejor vejez. Y quiero dedicártelo especialmente a ti, Bipolar, obstinada, terca, cabezota (mismos significados, distintas percepciones), que sigues empecinada en seguir leyendo estos post a una columna pegados. Y no sabes cómo te lo agradezco.


George Grosz. 'Cain, or, Hitler in Hell'. 1944. Colección privada

¿Cuándo aprenderemos?

He visto un par de reportajes en televisión sobre la vida y obra de un gran hombre, un hombre que había nacido judío bajo la monarquía autrohúngara, en una pequeña localidad que dista unos 300 kilómetros de la Viena de principios del siglo XX. Cuando uno es niño no sabe de geografías ni de razas; cuando uno es adulto a veces quisiera conservar aquella candorosa ignorancia. Un traslado familiar hizo que aquel niño viviera su infancia en la capital del vals, tan imperial como aburrida para su inquieto espíritu. Se hizo periodista y, a la primera ocasión que tuvo, se fue a Berlín, y luego a París, y más tarde a Hollywood. Su genio creador le hizo un reconocido guionista (algunos creen que el más grande que jamás haya dado la industria de los sueños), y después subió al olimpo de los directores.

Pero aquel hombre extraordinario, niño y joven judío en la Viena de principios de siglo, dejó en Europa una familia que fue abatida por el odio y la sinrazón uniformada en Auschwitz. Aquella enorme herida, imposible de cicatrizar, siempre le acompañó, y quizá por eso, en el drama y en la comedia, diseccionó con la precisión de un cirujano, con el bisturí de la ironía, el escalpelo del sarcasmo, la esencia humana. En cierta ocasión la Paramount, para hacer comercial en Alemania una de sus películas, le pidió que hiciera polaco a un oficial alemán nazi. Se negó.

La fama de aquel hombre fue grande, tanto como la de su dignidad. Cuando a un director español le concedieron un Óscar, llegó a decir que le gustaría creer en Dios para poder agradecerle el premio, pero que sólo creía en aquel niño judío vienés, y que para él era su gratitud. El olimpo de ese hombre grande era tan humilde, que no tardó en llamar al galardonado de palabras admiradas y extraña mirada. Así han de nacer las amistades, llenas de generosidad, limpias de envidias, iluminadas de fascinación.

El director español, llamado Fernando Trueba, cuenta que aquel talento soñaba culminar su dilatada carrera dirigiendo ‘La lista de Schindler’, pero que Spielberg no quiso venderle los derechos de la historia.

Supongo que la mayoría de ustedes han visto ‘La lista de Schindler’. Es terrible y bella, mueve a la reflexión y conmueve el espíritu a partes iguales. O por lo menos a mí me pasa. Hay una escena que parte del rostro horrorizado de una mujer que es empujada hacia una cámara de gas. Poco a poco el plano se abre y se ven a otras mujeres, muchas mujeres, todas desnudas. Son la imagen del desvalimiento, de la tragedia, del espanto, de la angustia, del estremecimiento.

Al poco de estrenarse, Trueba y el genio hablaron por teléfono:

-Fernando, ¿has visto ‘La lista de Schindler’?

-Sí.

-¿Y qué te ha parecido?

-Bien, respondió Trueba sin demasiado entusiasmo, me ha gustado. ¿La ha visto usted?

-Cuatro veces.

Cuatro veces era mucho más interés de lo que al director español pudiera haberle sugerido la película. Era como si el maestro hubiera visto cosas que a él se le habían escapado.

-¿Cuatro veces?

-Sí. Entro en la sala, me siento en la butaca y busco entre los extras a mi madre.

En los últimos días le he dado vueltas en mi cabeza a esa historia. Me emociona, me sobrecoge. No sé si yo tendría el valor de buscar una y otra vez la cara estremecida de mi madre a punto de ser asesinada entre decenas de desconocidas.

Tras una barrera negra y blanca, en Auschwitz se levanta una puerta enrejada que está coronada por la frase ‘Arbeit macht frei’, ‘El trabajo hace libre’. A Billy Wilder, el niño judío que no sabía de geografías ni de razas, su trabajo le hizo libre, nos hizo libres a todos. "Cuando estoy triste hago comedias y cuando estoy muy contento hago dramas", dijo en alguna ocasión. Y aventuro que cuando se sentía huérfano, cuando más echaba en falta el abrazo familiar y cariñoso, ya anciano, entraba en una sala, se sentaba en una butaca, y buscaba entre los extras la faz espantada de su madre.

jueves, 17 de abril de 2008

Declaración

Yo jamás hubiera imaginado una cosa así, se lo juro. Pero hay situaciones que a uno le superan. Le he de confesar que yo no era de esos amantes detallistas, que nunca regalé flores, ni bombones, ni cosas por el estilo. Sólo en nuestro primer aniversario le compré un buen libro que a ella le hizo mucha ilusión. Sí, sí, reconozco que al verla tan feliz en aquella ocasión hubiera tenido que cuidar más esos detalles, pero no va conmigo, ¿sabe usted? Por lo demás las cosas iban bien, o por lo menos eso creía yo. Llevábamos una vida de lo más común, algunos dirían que aburrida, pero era la que ambos habíamos elegido: nos encantaba estar en casa y apenas salíamos con amigos. Pero eso no significa que estuviéramos encerrados todo el día, no se crea usted. Si algo nos agradaba era pasear, largos y deliciosos paseos por los jardines de La Alameda o en el parque de la Esgueva. Podíamos andar horas y horas sin reparar en el tiempo. Tan sólo el anochecer anunciaba retirada, aunque a veces en verano nos refugiábamos en una pequeña taberna del Barrio Alto para cenar y después continuábamos caminando hasta las dos o las tres de la madrugada. Todo aquello era hermoso. Sencillo, eso sí, pero hermoso.
Sin embargo ahora aquellos recuerdos no suponen para mí más que dolor, porque ya sólo me queda esta soledad que todo lo inunda, que me ahoga. A veces me siento al borde de la cama, cuando todas las luces se han apagado, y me vienen esos recuerdos de tiempos mejores, como aquel precioso día de nuestro último invierno, de nieve y niños jugando a tirarse bolas, en el que recorrimos el parque abrazados susurrándonos al oído lo mucho que nos queríamos. Fíjese, quién me iba a decir que unas semanas más tarde aquellas promesas eternas se desvanecerían.
Pero dirá usted que todo esto le resulta aburrido, pesado, que no le ayuda nada para comprender mi caso. Verá: ella jamás se maquillaba; por otro lado no lo necesitaba. Pero un día, al regresar del trabajo, la noté algo distinto, con su belleza alborotada de rímel y carmín. Yo le pregunté, no se crea, pero esquivó mi interrogatorio entre despreocupada e incómoda. Reconozco que me descubrí molesto. Era la primera vez que sentía que me estaba ocultando algo y por eso insistí. Pero ella me negó una explicación que me tranquilizara. Es más, zanjó la cuestión dándome un beso en la mejilla y susurrándome que era un tonto, que no tenía porqué preocuparme. Eso me dolió aún más. ¿Preocuparme? ¿Por qué tenía que estar preocupado?
Aquella maldita noche, con el destino apostado en nuestra contra, comenzó la cuesta abajo, la frenética pérdida de una vida maravillosa. A veces pienso que no tengo porqué quejarme, que igual que vino se fue. A la vida no hay que pedirla explicaciones, ¿no cree?, aunque siempre pensamos que ha sido injusta. Yo por lo menos estoy seguro de que conmigo lo ha sido. Pero no pienso protestar ahora, es demasiado tarde para lamentaciones.
Nos fuimos a la cama y se durmió enseguida. Pero yo no. La sangre me hervía. Al cabo de un rato, cuando comprobé que estaba profundamente dormida, encendí la lamparilla y me la quedé mirando. Allí estaba, medio desnuda, como una diosa del Olimpo suspendida entre nubes blancas. El sonido de su respiración, a mi costado, me golpeaba aquí adentro, como patadas acompasadas a los latidos de su corazón. ¿Qué derecho tenía para dormir tan tranquila mientras yo estaba sufriendo por su culpa? Me sentía un estúpido. Después de un buen rato apagué la luz, decidido a conciliar el sueño, esperanzado en que por la mañana las cosas fueran como antes. Aun con la oscuridad tardé una enormidad en dormirme. Sólo el agotamiento venció a mi angustia, mientras en la cabeza seguía repitiéndome: ¿preocuparme?, ¿por qué tengo que estar preocupado?
El nuevo día no resolvió nada. Al abrir los ojos me encontraba sólo en la cama. Las arrugas de la sábana en el otro extremo denunciaban su ausencia. Salí disparado hacia la cocina, pero a mitad del pasillo noté su presencia en el baño. Acababa de salir de la ducha, espléndida, con su soberbia cabellera roja resplandeciendo en su palidez. Era el Nacimiento de Venus, la mismísima musa de Botticelli. Me regaló una breve sonrisa, la última, mientras yo, como un imbécil, devolvía el tesoro con una mirada furiosa.
Así transcurrieron varios días, entre conversaciones triviales, casi siempre distantes, y miradas furtivas, robadas al orgullo, el mismo sentimiento que nos impide reconocernos desarmados ante la vida, que disfraza nuestra incapacidad innata. No, la verdad es que ella no se volvió a maquillar. Y sin embargo había algo que me incomodaba, un no sé qué que azuzaba el escozor de mis entrañas. Percibía aquella extraña sensación por todos los rincones de la casa. Era algo sensitivo, absolutamente real, que me mortificaba sin piedad. Quizá esa mirada triste que atrapé una noche a la hora de la cena, o el tacto inusualmente frío de su cuerpo por la noche, acaso el tono débil y desvaído de su voz, siempre tan musical y entonces vacía de armonía. Así, créame, pasé días y días, devanándome la mente, escarbando en su figura, en sus movimientos, en sus palabras, en sus ojos, aquello que me diese alguna pista.
No lo descubrí hasta bastante más tarde. Fue un sábado de paseo, pero no de los de antes, sino de los de aquellos atormentados tiempos, caminando sin caricias, sin frases al oído, sin nada... Ella tropezó y me apresuré a frenar su caída. Fue un abrazo fugaz pero suficiente. Respondió con un suave “gracias” en tanto que yo descubría la diferencia: su olor. Era perfume, sin lugar a dudas, pero tan delicado, tan frágil, que si no llega a cruzarse aquella raíz sobresaliente del camino jamás hubiera reparado en él. Había llegado el momento de afrontar la cruda realidad. “Tú me engañas, ¿verdad?”, la pregunté humillado sin despegar la vista del suelo. Ella me miró espantada, como si hubiera descubierto en mí un ser monstruoso y despreciable. Interrumpió su avance con brusquedad, sumida en la desorientación. “Nunca imaginé que llegaras a dudar de mí. Te he sobrevalorado, en realidad eres un estúpido”. Volvió sobre sus pasos y echó a correr sollozando. Jamás me había sentido peor. Ni siquiera tuve las agallas necesarias para correr tras ella y pedirla perdón. Definitivamente era un gusano. Estaba derrotado por mi propia necedad.
Cuando llegué a casa la encontré tumbada en la cama, con los armarios revueltos y una maleta abierta y desordenada en el suelo. Se levantó de súbito, secándose enérgicamente las lágrimas con el dorso de la mano, mirándome desafiante. La angustia de que me abandonara me volvió loco, me puso fuera de mí, ¿lo entiende? La agarré con fuerza por los brazos. Ella me decía que la estaba haciendo daño, que la soltara. “¿Desde cuándo usas perfume? ¡Contesta!” Y antes de recobrar la cordura una enorme bofetada había estrellado su delicado cuerpo contra el suelo. Me miró con desprecio, tragándose la congoja sin descomponerse. Si usted hubiera visto con qué dignidad se levantó, cómo recobró la elegancia, qué hermosa lucía aun con el carrillo enrojecido. Tras un silencio eterno de algunos segundos, rescató por sorpresa aquella deliciosa voz que tantas veces me había susurrado palabras de amor. Sonaba suave, pausada, como milimetrada por un diapasón: “No cabe duda, estás loco... Todo lo hice por ti. Temía que tarde o temprano, una mañana cualquiera, descubrieras en mí la primera arruga. Me horrorizó la idea de que algún día buscases en otra la juventud que yo no tenía. Por eso pensé en el perfume, segura de que te gustaría, creyendo como una idiota que así remediaría males mayores. Pero me he equivocado. Y tú también”. Suspiró profundamente al tiempo que yo me derrumbaba desahuciado. Ni valor tuve para suplicarla clemencia. Sabía que era demasiado tarde. Media hora después desapareció doblando la esquina de la acera de enfrente mientras desde la ventana yo lloraba mi amargura. Todavía llevo grabado, como una condena, su perfume en la palma de mi mano. Enciérreme de por vida, señor juez, se lo ruego. Pero no por suicida, sino por imbécil.

La imagen se titula 'Escena callejera' (hacia 1937), de Mark Rothko. National Gallery of Art, Washington.

sábado, 12 de abril de 2008

EQUIS

abeZOOdario
Esa incógnita.

jueves, 3 de abril de 2008

NOUVEL (3 de abril de 2008)

A Jean Nouvel le han concedido el premio Pritzker, al que definen como el Nobel de la Arquitectura. Nouvel fue uno de los arquitectos que participaron en aquel concurso de ideas del que habría de salir el Museo de la Evolución Humana. Han pasado muchos años desde entonces, ocho nada menos, y tuve el privilegio de asistir, en mis viejos quehaceres periodísticos, a la rueda de prensa de este creador francés. A mi juicio, dio claves que el resto de los arquitectos no ofrecieron cuando tuvieron la misma oportunidad. Nouvel no vino a explicar un edificio; vino a ofrecer toda una interpretación de la Arquitectura para el nuevo siglo. Y su proyecto era rompedor, arriesgado, diferente. Quiso recrear un accidente geográfico, inspirándose en la sierra de Atapuerca, y ubicarlo en mitad de nuestra ciudad, cubrirlo de vegetación y agujerearlo abriendo surcos de luz en la metáfora de las cuevas. Una pasada.

Regresé a la redacción alucinando. Los que me rodean saben que a mí siempre me gustó aquella hermosa locura. La ciudadanía sintió un fervor especial por el proyecto de Isozaki, y el jurado se decidió por la obra de Navarro Baldeweg. No le daré más vueltas; aquel concurso tuvo aspirantes de enorme prestigio y el ganador no es un don nadie. Pero sentí sinceramente que el de Nouvel no triunfara. De haberlo hecho, no dudo de que se hubieran levantado voces críticas con tan atrevida propuesta. Creo que a esta ciudad le falta, precisamente, arrojo, audacia, osadía. Esta es una ciudad previsible. “No quiero hacer el edificio más bonito, sino el lugar más hermoso”, ha declarado Nouvel a El País. Y un breve análisis que realiza el arquitecto Javier Mozas en el mismo diario señala: “Con él, la arquitectura es cada vez menos disciplina, más paisaje, más estrategia, más comunicación, más cine”. En serio: hubiera sido una pasada.

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